Hace unos días soñé con mi nono… y fue triste. El último recuerdo que tengo de él es cuando fui a Argentina hace casi un año y medio. Nos despedimos con un abrazo fuerte, de esos que no se sueltan fácil. Ambos llorábamos, porque en el fondo sabíamos que era la última vez que nos íbamos a ver. Y fue la última vez. Qué triste es todo.
Estoy enojada. Me da bronca saber que no voy a escuchar más su voz. Que no voy a poder abrazarlo de nuevo y decirle “te amo, nono”, hasta que él me responda con ese “bueno, yo también te amo”.
Y vuelve la culpa. La culpa de estar lejos. De no haber estado ahí para abrazar a mi mamá cuando perdió a su papá. De no haber estado para que ella me abrace a mí también, porque yo también perdí a mi abuelo.
Hoy estoy enojada. Conmigo. Con Argentina. Con la vida. Con los argentinos y con los políticos de mierda que eligieron. Y me duele pensar que, por querer tener una vida mejor, por querer sentirme segura, libre, por querer caminar tranquila, sin miedo a que me roben o me maten por un estúpido celular, tenga que pagar un precio tan alto.
Un precio que se mide en los abrazos de mis papás, en las risas de mis hermanos, en los mates en familia, una merienda con mis amigas y en esta sensación de sentirme sola, incluso cuando no lo estoy.
¿Por qué todo siempre tiene que tener un precio? Sacrificio, le dicen a renunciar a algo valioso o importante por un bien mayor o por algo que se cree necesario. Pero, ¿por qué todo tiene que doler? ¿Valen la pena? ¿Valdrán la pena?
No lo sé. Tal vez en diez años mire para atrás y me sienta orgullosa de mis elecciones. O tal vez no. Hoy solo sé que me duele el corazón. Y que quiero hacerme bolita y que alguien me abrace fuerte, muy fuerte. Y volver un rato en el tiempo.

Deja un comentario